San Lorenzo le dijo: —«Si en Cristo tú creyeres
y en el su santo nombre bautismo recibieres,
podrás salvar tu vista; mas, si esto no lo hicieres,
nunca podrás hallar las luces que ahora quieres».
Complacido, le dijo Lucillo, el afectado:
—«Eso lo habría hecho de bastante buen grado,
pues yo quise y yo quiero cumplir con lo deseado,
y en tus manos me pongo con vestido y calzado».
Como para estas cosas él era muy humano,
hizo la buena obra: Lucillo fue cristiano.
Lorenzo lo tocó con su bendita mano,
y él recobró la vista, feliz de verse sano.
Fue por toda la tierra la noticia lanzada,
de cómo obtuvo el ciego la visión recobrada,
y mucha gente vino a verlo en su posada
para estar con el hombre de virtud tan probada.
Todos los visitantes sus cuitas demostraron.
Si llegaron enfermos, sin dolencias tornaron.
Todos los desvalidos, alimentos llevaron.
Innumerables fueron los que por él sanaron.
Decio envió por Lorenzo. Ante el mal gobernante
lo llevó el carcelero y lo puso delante:
—«Entregad los tesoros en cantidad abundante
o sufriréis castigo muy duro, y al instante».
San Lorenzo le dijo: —«Todas tus amenazas
me saben más sabrosas que las cenas escasas.
Ni todos tus esbirros, ni tú con esas trazas
me metes mayor miedo que palomas torcazas».
Decio se disgustó y se quiso ensañar;
pero por la codicia del tesoro atrapar,
dijo que dejaría ese día pasar,
porque con Valeriano esa noche iba a estar.
Valeriano dudó de llevarlo consigo.
No lo quería mucho ni lo estimaba amigo.
Entregóselo a Hipólito: —«El estará contigo;
de la doctrina nuestra es mortal enemigo».
Lorenzo agradó a Hipólito y a los demás que había
en aquella familia, con la que ganaría.
Curó a muchos enfermos de toda fechoría.
Hacía a aquellos ciegos, milagros cada día.
Se inspiró Dios en él por su benignidad,
y de hacerlo cristiano le vino voluntad.
Solicitó el bautismo, —ley de la cristiandad—
dado por ese diácono de tanta santidad.